La depresión es una enfermedad mental que constituye la principal causa de discapacidad en el mundo. Sin embargo, está cargada de un estigma que discrimina a los afectados e impide su correcto tratamiento.
La OMS define la depresión como un trastorno mental frecuente, que se ha convertido en la principal causa de discapacidad a nivel mundial. Se calcula que esta enfermedad afecta a 300 millones de personas en el mundo, con una tendencia al alza desde hace ya algunos años. De este modo, el organismo internacional calculó un aumento de más del 18% entre 2005 y 2015.
Esta enfermedad puede convertirse en un problema de salud serio y alterar las actividades laborales, escolares y familiares, tal y como señala la OMS. La doctora Tamara García, licenciada en Psicología General Sanitaria, asegura que la depresión “es algo que excede los límites de lo normal y constituye un trastorno”. Así, pese a la banalización de la que puede ser objeto esta enfermedad, es mucho más que un estado de ánimo bajo, excede los límites de la tristeza y, por lo tanto, también desborda sus consecuencias. “El trastorno comienza cuando esta tristeza nos impide desarrollar con normalidad nuestras rutinas, afectando a los ámbitos biológicos, psicológicos y social, es ahí, donde entramos en un trastorno psicológico ante el cual es fundamental contar con la ayuda de los profesionales”, advierte la doctora García.
En el peor de los casos, este trastorno puede conducir al suicidio, siendo la segunda causa de muerte en el grupo de edad de 15 a 29 años, según el último informe de la OMS sobre salud mental. De hecho, no es baladí el número de personajes públicos o famosos a los que la depresión les ha robado la vida.
La depresión actúa como un monstruo caníbal que se alimenta del estrés, la disfunción y el empeoramiento general de la situación vital que ella misma genera. Así, los expertos han demostrado que hay una relación directa entre la depresión y la salud física. Por ejemplo, las enfermedades cardiovasculares pueden producir depresión, y viceversa.
Según la Encuesta Nacional de Salud ENSE de 2017, el 10,8% de la población sufre depresión. La prevalencia de esta enfermedad es más del doble en mujeres, en torno al 9,2% de la población, que en hombres; al igual que entre quienes se encuentran en situación de desempleo (7,9%) y los que están trabajando (3,1%). En general, existe una mayor morbilidad entre las mujeres y las clases bajas, lo que se refleja en el consumo de psicofármacos, pero no así en el acceso a los servicios de salud mental. La doctora García explica las causas de esta otra brecha de género: “Los valores de la sociedad son considerados un factor de riesgo para las mujeres, en el sentido de que su rol de cuidadoras, hace que experimenten una mayor carga emocional y vital que les lleve a reducir su tasa de eventos agradables y positivos. Además, las diferencias económicas y el hecho de que las mujeres experimentan la pobreza en mayor medida que los hombres, también podría llevar a que estas experimenten síntomas depresivos en mayor medida”.
La OMS estima que entre el 30% y el 50% de los pacientes depresivos no cuentan con un diagnóstico y el 75% de las personas diagnosticadas no reciben el tratamiento correcto. El uso de fármacos antidepresivos siempre genera gran polémica por el riesgo de dependencia que conlleva su uso prolongado. La doctora García sostiene que “en el caso de las depresiones graves, el estado de deterioro y discapacidad es tal, que es fundamental hacer uso de la psicofarmacología para que constituya un apoyo para conseguir dicha activación y, en ese punto, comenzar con el tratamiento psicológico”. Sin embargo, la psicóloga también advierte de que esta vía no es suficiente ni debe ser la solución integral: “Es fundamental que la persona aprenda herramientas y estrategias que permitan que dicho cambio se mantenga en el tiempo y, sobre todo, que atribuya dicho cambio a su propia actuación y fortaleza”.
No obstante, el hecho de que más de la mitad de los afectados no reciban el tratamiento eficaz también tiene que ver con la estigmatización de los trastornos mentales. La doctora García alude a la visibilización como el primer paso que se ha de dar en este sentido: “Durante mucho tiempo, se han negado las enfermedades psicológicas, alegando que se trataba de personas locas a las que había que apartar de la sociedad”. Además, hace hincapié en la labor que deben desempeñar los profesionales de la salud mental para normalizar esta enfermedad como tal, “psicoeducarles en este trastorno, explicándoles su origen, mantenimiento y consecuencias, así como reforzando enormemente el hecho de que hayan acudido a nuestra consulta”.
En la lucha contra esta enfermedad se necesita una mayor sensibilización de la población en general. Para acabar con los mitos de la salud mental, el mejor medicamento es la educación social, tal y como sostiene la doctora García: “Es importante que, desde la infancia, se pueda dar un espacio a la educación emocional y les podamos transmitir a los más pequeños la importancia de expresar nuestras emociones, de pedir ayuda y de lo fundamental que resulta gozar de una buena salud mental para poder atender nuestras demás prioridades vitales”.