¿Está Vox conquistando el voto obrero?

«Tenemos la responsabilidad de construir una alternativa social y patriótica que llame a todos los españoles». Tales fueron las palabras de Santiago Abascal, líder de Vox, tras conocerse los resultados que consolidaron a su formación como tercera fuerza política tras las últimas elecciones elecciones generales.

Lo improvisado del andamio desde el que se dirigió a sus militantes con un ademán desenfadado, sumado al tono de éxtasis contenido por la victoria, parecía exonerar el verdadero sentido de sus palabras. Pero no había en ellas un ápice de improvisación. Lo social se había convertido en eje de campaña del partido que antaño se presentara como una escisión del sector más liberal y más conservador del Partido Popular. Y la estrategia de la transversalidad dio sus frutos: según el Ministerio del Interior, Vox arrasó en la mayoría de municipios de menos de 20.000 habitantes con ingresos más bajos del país, la mayoría de ellos antiguos reductos del PSOE con elevados índices de paro. Algo se estaba moviendo.

Por eso cuando Abascal pronunció el ya célebre «solo los ricos se pueden permitir el lujo de no tener patria», aforismo rubricado por Ramiro Ledesma, muchos analistas ya habían advertido el llamado «giro social» de Vox, en la línea de otros partidos populistas europeos. Pero, ¿se trata de una convergencia coyuntural o verdaderamente Vox esta conquistando el voto obrero? ¿Qué arrojan los datos tras las últimas elecciones autonómicas de Madrid?

 

Europa y el fenómeno Vox

No es posible analizar el ascenso de Vox en España de manera aislada. Durante los últimos años, los partidos europeos de derecha populista han ensanchado considerablemente su número de votos aprovechando la frustración y el descontento de muchos electores con la política tradicional. Sus programas electorales presentan no pocas diferencias – véase la actitud al respecto a los nacionalismos periféricos o la dicotomía entre centralismo y descentralización política – pero presentan importantes rasgos comunes, a saber, un desencanto con el establishment y una oposición frontal a la globalización, las políticas de puertas abiertas y la disolución de las identidades nacionales en entidades transnacionales.

Hasta el pasado diciembre, España parecía una excepción en Europa: a la derecha del centro-derecha sistémico no había nada. Después de registrar menos del 1% de los votos durante unos años, Vox comenzó a subir en las encuestas en octubre de 2018, tras el primer aniversario del referéndum catalán del 1-O. El partido se rebeló en las urnas en diciembre, en medio de los enérgicos enfrentamientos entre la policía y los partidarios independentistas, y conquistó 12 escaños en el parlamento andaluz contra todo pronóstico. En las elecciones generales de abril, Vox alcanzó el 10,3% con 2,6 millones de votos. Y apenas seis meses después, con un millón de votos más —200.000 de los cuales provenían de antiguos electores del PSOE—  y habiendo doblado su número de escaños, Vox es ya tercera fuerza política en España. Pasar de 0 a 52 diputados en menos de un año no es sino un éxito político sin precedentes. Pero, ¿qué puede explicar esto?

La lucha por la hegemonía del discurso

Señala el sociólogo Alain Touraine que «ningún tema está más extendido hoy que la ruptura del vínculo social. Los grupos de proximidad, la familia, los compañeros, el medio escolar o profesional, parecen por todas partes en crisis, dejando al individuo en una soledad que conduce bien a la depresión, o bien a la búsqueda de relaciones artificiales y peligrosas».

Imagen de banderas de España y una de la Unión Europea elevadas por las personas en una manifestación de Vox.
Fotógrafo: Diego Martínez. (CC-BY-SA)

Al renunciar a generar un sentido que haga al individuo sentirse parte de algo, las democracias liberales han cedido a los partidos políticos un espacio muy valioso. Ya no se trata exclusivamente de ganar elecciones, sino de marcar la agenda en el terreno ideológico en su sentido más amplio: conquistar la legitimidad del discurso y erigirse en representante del sentido común”. A este intento lento de infiltrarse en las instituciones y lograr la autoridad cultural e intelectual Gramsci lo llamó “guerra de posiciones”, y tiende a desatarse en periodos de inestabilidad económica, social e institucional.

En su búsqueda por generar sentido, las formaciones de izquierdas parecen haber apostado por hacer de las llamadas ‘políticas identitarias’ (feminismo, ecologismo, movimiento LGTB…) eje de su acción política en detrimento de las tesis marxistas más ortodoxas. Algo que, pese a su pretensión de «construir hegemonías» —en palabras de Íñigo Errejón—, parece encontrar cada vez más dificultades para aproximarse a las clases populares, que observan cómo los partidos que tradicionalmente les habían representado emplean un lenguaje inaccesible.

La “nueva derecha”, sin embargo, reivindica los vínculos familiares, los valores compartidos y la importancia de la nación política como elemento generador de sentido. Ésta ha entendido que pensar el Estado como un mero proveedor de servicios puede no ser siempre lo más conveniente. En palabras del filósofo Gregorio Luri, «en tiempos de crisis, cuando el Estado se queda sin fondos, la familia no dimite de sus responsabilidades», razón por la que «no parece muy inteligente debilitar las instancias de solidaridad y copertenencia a pequeña escala y después quejarse de que aún no se ha realizado la Solidaridad a gran escala». Nación, valores compartidos (identidad) y familia: Vox ha sabido apropiarse hábilmente de estas ideas y la pandemia ha amplificado su demanda.

Y tampoco esto es casual. El filósofo Alain de Benoist cree que el gran error de la izquierda que se incubó en mayo del 68 fue «pensar que la mejor forma de luchar contra la lógica del capital era atacar los valores tradicionales», pues ello suponía «no ver que esos valores, así como lo que todavía quedaba en pie de las estructuras orgánicas, constituían el último obstáculo al despliegue planetario de esa lógica capitalista». Y es posible que ese vacío iliberal (llamémoslo así) lo estén ocupando otros.

Así, en países como Reino Unido, las cosas llevan años cambiando. Antes de la victoria aplastante de Boris Johnson —los laboristas han conseguido su peor resultado desde 1935— Calire Ainsley, autora y ejecutiva de la organización benéfica de investigación de políticas sociales The Joseph Rowntree Foundation apuntó que «los laboristas han estado perdiendo apoyo entre los votantes de la clase trabajadora desde fines de la década de 1990 y lo que estamos viendo en estas elecciones es que el declive está empeorando y los conservadores les están quitando ese apoyo».

También en Francia el voto obrero se está concentrando en partidos como el que lidera la derechista Marine Le Pen. Un ejemplo paradigmático es el de Hayange, una antigua ciudad manufacturera de unos 15,000 habitantes y fuerte tradicional de la extrema izquierda: en 2014 sus habitantes eligieron a un alcalde del Frente Nacional, un partido cuyo mensaje resuena con fuerza en las regiones con menores ingresos, menor esperanza de vida y menores niveles de educación. Según Reuters, en las elecciones francesas de 2017, por cada caída de 1.000 euros en el ingreso medio en un área determinada, Le Pen obtuvo casi dos puntos porcentuales adicionales. 

Otra encuesta de 2014 realizada por el Centro de Investigación Política del Instituto de Ciencia Política reveló el porqué de la eficacia del discurso lepenista: el 85 por ciento de los encuestados aseguró que Francia estaba en declive, el 66 por ciento que hay demasiados “extranjeros” (frente al 49 por ciento en 2009), y 63 por ciento que el Islam es incompatible con los valores de la sociedad francesa. La pregunta es inevitable: ¿se está desplazando el sentido común” hacia la derecha?

Aunque todavía los votantes más pobres tienen más probabilidades de votar a la izquierda, lo interesante es que esta tendencia parece revertirse progresivamente. El economista Simon Wren-Lewis sostiene que «los votantes educados [se refiere a aquellos con estudios superiores] en Francia, el Reino Unido y los Estados Unidos tendieron a votar a la derecha justo después de la Segunda Guerra Mundial, pero ahora es más probable que voten a la izquierda». Esto —cree— puede ser la consecuencia directa de que la élite política en su conjunto se haya vuelto menos interesada en las políticas redistributivas que solían favorecer a las clases trabajadoras, haciendo que «sea más fácil para la derecha capturar el voto de la clase trabajadora, particularmente cuando estos votantes tienen puntos de vista socialmente conservadores».

LPero el enfoque más exacto lo ofreció el politólogo Herbert Kitschelt hace casi 20 años. Kitschelt argumentó que se estaban poniendo en marcha cambios que enfrentarían a la izquierda con la derecha en la conquista del mismo espacio político. Esto terminaría logrando la pérdida de muchos votantes liberales por parte de los partidos de centro-derecha, ya que estos no reflejaban los intereses de la «nueva política». Mientras, la derecha radical se apoderaría de una sección notable del voto de clase trabajadora, pues el centro izquierda habría perdido el contacto con su base tradicional de votantes al sacrificar las políticas económicas en el altar de las reivindicaciones de corte postestructuralista. El movimiento de los Chalecos Amarillos, entre otros, prueba que Kitschelt no se equivocaba.

Vox: una aproximación detallada

A nivel nacional, para hacer una aproximación exacta a este fenómeno es preciso acudir a la los datos. ¿De dónde provienen los votos de Vox?

Durante toda la campaña el partido de Abascal puso el foco sobre la supuesta falta de seguridad en los barrios más humildes, con un discurso crítico con los MENAs (Menores Extranjeros No Acompañados) y las políticas migratorias. Si bien es cierto que no en todos, en la mayoría de estos barrios y distritos (Alcorcón, Arganda del Rey, Coslada, Rivas Vaciamadrid, San Fernando de Henares, San Blas, Usera, Villa de Vallecas, Villaverde…) Vox creció al menos un 0,6 por ciento. En otros feudos tradicionales de la izquierda, como Fuenlabrada, Getafe, Leganés, Parla o Puente de Vallecas, creció hasta 2,3 puntos porcentuales, mientras se replegó y descendió en algunos de los barrios más acomodados.

 

Como señalamos, el ‘efecto Ayuso’ y una confluencia de factores muy concretos pueden distorsionar el análisis, pero sí podemos concluir que la estrategia de Vox durante esta última campaña electoral parece haber calado mejor en algunas áreas asociadas tradicionalmente a la izquierda que en aquellas que tienden a optar por la derecha, aún sin tratarse de cifras rotundas. El crecimiento de Vox en los barrios obreros es ya una realidad, aunque se manifiesta lentamente.

En definitiva, si Vox terminará por monopolizar el voto obrero –o, en la línea de gran parte de la derecha populista europea, cosecharlo en parte— sólo el tiempo lo dirá. Lo que parece claro es que la formación de Abascal, todavía con un programa económico marcadamente liberal, ha descubierto un nicho de potenciales votantes entre las clases más humildes descontentas con la política tradicional (especialmente en tiempos de pandemia) y cada vez más alejadas de los partidos de izquierdas. Lo ratifica el giro discursivo de sus líderes, el hecho de haber amasado un número considerable de votos entre algunas de las zonas más desfavorecidas de España y la propia percepción de muchos votantes, a ambos lados del espectro político.  Y lo confirmaba tiempo atrás Miguel Urbán, cofundador y eurodiputado de Unidas Podemos: «La ilusión ha cambiado de bando, ahora es VOX quien marca la agenda».

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